martes, 15 de octubre de 2013

Espiral


Los dolores habían empezado hacía ya dos semanas, para ser precisos, en el día de su cumpleaños número dieciocho. Y no se habían detenido desde entonces. Cada vez que Elizabeth se disponía a escribir, volvían a atacar. Luego de la primera semana, había ido al doctor para que le diera un diagnóstico y le recetara algún medicamento, pero tras realizarle diversos estudios, no había llegado a una conclusión. La despidió con la promesa de una llamada así que descubriera qué le ocurría.
—¡Agh! —exclamó mientras volvía a dejar el lápiz sobre la mesa. Era imposible escribir con ese dolor intermitente en su cabeza. ¿Cómo se suponía que se convertiría en una consagrada escritora, si no podía escribir dos líneas de su historia sin que ese insoportable dolor inundara su mente?
Suspiró mientras sostenía la cabeza entre sus manos. No veía la hora de recibir la llamada. Por lo pronto, se vestiría para ir al colegio, o acabaría llegando tarde. Otra vez.
*  *  *  *  * 
Monique corría por las calles londinenses. El cuaderno estaba escondido en su abrigo. Ese maldito cuaderno. ¿Cómo iba a saber que todo lo que allí se escribía, se hacía realidad? Era una bruja, no una adivina. Y ahora estaba corriendo, escapándose de aquellos que querían robárselo. Monique sabía que en las manos de la persona equivocada, el cuaderno podía ser un arma letal. Entró en su pequeña tienda de antigüedades y lo escondió. Su portada oscura, adornada con detalles aún más oscuros, lo hacía camuflarse bien. Tras dejarlo, empezó a recitar un conjuro, aquel que llevaría su tienda, y tal vez las de alrededor, a otro tiempo y espacio; aquel que escondería al año 1800, en una época más moderna, convirtiendo la calle, en un pequeño lugar donde el tiempo no pasaba.
Cuando sus persecutores estaban dispuestos a doblar la esquina que los llevaría a la tienda, Monique recitó la última palabra. Sintió al proceso de transportación realizarse y suspiró aliviada. Estaba a salvo. Y se encargaría de dar ese estúpido cuaderno a la primera persona honesta que entrara a su tienda.
*  *  *  *  *
Salir de su casa le había llevado más tiempo de lo esperado, pero fue su error pensar que su madre la dejaría irse sin antes almorzar. Al menos el contratiempo mostró ser útil, pues pudo estar en su casa al momento en que el médico llamó.
Le había dicho que fuera al consultorio ni bien saliera del colegio, y que no se alarmara, que él había encontrado una solución. Sin embargo, ella no podía evitar preocuparse. La embargaba la sensación de que algo estaba a punto de salir mal.
—Basta —se dijo a sí misma—. Deja de pensar en eso de una vez o no podrás concentrarte en clases. Y sabes que eso no puede volver a pasar. No con los últimos exámenes a la vuelta de la esquina.
Respiró profundo y se dispuso a caminar la última calle para llegar a su escuela. No fue hasta ese momento que se dio cuenta que no había tomado el camino habitual. A decir verdad, no sabía qué camino había tomado. Nunca antes había estado en ese lugar. Era como si hubiera salido de la nada. Giro sobre sí misma, asombrada de lo que veía. Los edificios antiguos y las calles empedradas parecían sacados del bello Londres de las novelas de Conan Doyle. Era un fragmento de tiempo atrapado en una moderna ciudad a la que Elizabeth llamaba hogar. Se sorprendió de no haber estado ahí antes, o de jamás haber escuchado al respecto. Con su atmósfera taciturna, este era el típico lugar del que hablaban en su club de poesía. Le extrañaba que ninguno de sus integrantes hubiera mencionado su existencia.
Como escritora, este lugar le parecía perfecto para ser el escenario de una novela. Una que podría escribir si ese maldito dolor de cabeza no hubiera vuelto a aparecer ni bien comenzó a pensar una trama.
Cerró los ojos e intentó tranquilizarse. Enojarse no iba a ayudar a que ese malestar se fuera. Trató de concentrarse en algo, pero no sabía en qué. Miró a todas direcciones, buscando un punto de concentración, y no encontró nada. Estaba a punto de dejarse llevar por la ira y la indignación, cuando la vio. Esa pequeña puerta de madera con una ventana de cristal en la que colgaba un cartel que leía: “Tienda de antigüedades de Madame Monique”. Era casi invisible entre las vidrieras de cristal de dos tiendas ostentosas, pero por algún motivo, le llamó la atención. Quizás era el aura de misterio que la envolvía, o tal vez simplemente el hecho de que fuera una tienda de antigüedades. Elizabeth las amaba, pues cada objeto tenía una historia digna de descubrirse.
Se acercó a ella, hipnotizada por la atracción que le ejercía. Estiró la mano, buscando el picaporte, y cuando empezaba a abrir la puerta, la campana de una iglesia sonó en la lejanía. Sobresaltada, retrocedió. Las campanadas la devolvieron a la realidad, y al contarlas, notó cuanto tiempo había perdido en ese lugar. Al principio pensó que había contado mal, pero al mirar su reloj, confirmó que era verdad. Eran las cinco de la tarde. Las clases ya habían terminado, y ella siquiera tuvo la oportunidad de llegar al colegio. Ya no había tiempo para lamentarse por eso, tenía que ir a ver al doctor.
Corrió rápidamente por las calles para llegar al consultorio a oír el diagnóstico. Esperaba que al menos eso saliera bien, así su día no sería una decepción total. Mal sabía ella lo equivocada que estaba.
*  *  *  *  *
Tendría que haber sospechado cuando el doctor suspiró. Nadie suspiraba si algo bueno saldría de su boca.
—Es insólito —le había dicho—. Parece salido de la mente de un escritor. Al parecer tienes una extraña condición en tu cerebro, una enfermedad que sólo ataca y se propaga cuando piensas en ideas para escribir, y que, si continuas haciéndolo, conllevará el deterioro del mismo hasta ocasionar tu fallecimiento.
Le había dicho que no sabía cómo curarla, pero que al aparecer la condición solamente mientras pensaba y escribía sus novelas, la solución obvia era que dejara de escribir.
Cuando lo escuchó pronunciar esas palabras, el mundo se le vino abajo. ¿Cómo podía dejar de escribir para siempre? Ni bien lo había dicho, Elizabeth salió del consultorio y empezó a correr. Y eso era lo que estaba haciendo ahora: estaba corriendo, escapándose de esas palabras; escapándose de su peor pesadilla.
Se detuvo abruptamente cuando notó en dónde estaba. Había ido, nuevamente sin querer, a aquella calle de aspecto londinense. Otra vez se encontraba frente a la tienda de antigüedades, pero esta vez, entró sin vacilar. Caminó unos pocos pasos, mirando a su alrededor, cuando golpearon suavemente su hombro.
Asustada, giró para encontrarse con una mujer delgada de pelo plateado, que a pesar de eso, no lucía como una persona mayor. La miraba con una amplia sonrisa.
—¿Puedo ayudarla, señorita? —dijo con voz cansada pero sincera.
—No, yo… sólo estaba mirando. Ya me estoy yendo —dijo Elizabeth, caminando hacia la salida, cuando algo le llamó la atención.
Era un libro con encuadernación oscura y arabescos aún más oscuros dibujados en la tapa. La mujer siguió la mirada de Elizabeth y descubrió qué le había hecho detenerse.
—Oh, señorita, ese es un cuaderno muy especial, es mágico —dijo la mujer entre suaves y reconfortantes risas.
—Yo no creo en la magia —contestó Elizabeth, mirándola a los ojos.
—Entonces no tendrá ningún problema en llevárselo. —Antes que Elizabeth pudiera negarse, añadió—: Es un regalo.
Dicho eso, le entregó el cuaderno y la empujó con delicadeza para que saliera de la tienda.
Aún sobresaltada por los acontecimientos ocurridos, Elizabeth se sentó en la vereda frente al negocio. Los sucesos de aquel día daban vueltas en su mente. La calle londinense, lo que le dijo el doctor, la mujer, el cuaderno… Pero Elizabeth ya no estaba preocupada por nada de eso. Había tomado una decisión. El cuaderno la había ayudado a hacerlo.
Si no podía escribir sin morir, moriría haciéndolo. Era mejor que vivir sin hacer lo único que le apasionaba.
En aquel fragmento de tiempo, abrió el cuaderno y se dispuso a escribir. Los dolores empezaron a atacar, pero esta vez, ella no se detendría. Con letras firmes y prolijas, empezó a escribir una historia que creyó inocente, sin saber que era esta la causante de su terrible condición. Con trazos decididos, redactó:

Los dolores habían empezado hacía ya dos semanas, para ser precisos, en el día de su cumpleaños número dieciocho...